"Es la música que hay en nuestra conciencia, el baile que hay en nuestro espíritu,
lo que no quiere armonizar con ninguna letanía puritana, con ningún sermón moral..."
(Nietzsche: Más allá del bien y del mal, 216)


Su oscuridad y la mía





Desde el reino de la apariencia

Como vivimos en la sociedad seguramente más superficial de la historia, la sociedad moderna, la apariencia es la reina indiscutible del criterio. Apariencia personal, apariencia social y apariencia también en las opciones ideológicas y éticas. Nos hemos acostumbrado a que el aspecto exterior sea suficiente para juzgar la diversidad del universo, como si la realidad fuera un gigantesco expositor de supermercado. Tenemos prisa y no podemos detenernos mucho en el examen de las cosas, la profundidad requiere tanto tiempo... Unas escasas señas de identidad exteriores, la mayoría de las veces sólo referencias estereotipadas, sirven al hombre moderno para identificar al vuelo y clasificar los múltiples encuentros de la vida. Antes se les ocultaba las claves del mundo a los siervos, se les mantenía aislados. Hoy se les convence de que no tienen tiempo para detenerse en ellas, se les mantiene ocupados.

"Siniestro" es entonces, en nuestra modernidad, también una mera apariencia, una etiqueta. Al menos de entrada. Cualquier persona puede reivindicarse a sí misma como "siniestra", y en la mayoría de los casos sentirá que su autenticidad dependerá de adoptar la correcta apariencia. Tal vez vistiéndose de determinada manera, tal vez escuchando un tipo de música, tal vez incluso frecuentando ciertos ambientes. Y si cambiamos la etiqueta "siniestro" por "satanista" o "satánico", la cosa no variaría en lo fundamental.


Aburrido en el aquelarre

Me cuesta en general hacer vida social en los ambientes "satánicos" o "siniestros", porque me suelo encontrar con personas que resultan estar en las antípodas de mi forma de ver el mundo. A pesar de que me parezca entrañable el Bafomet que llevan colgado del cuello, o hablen de LaVey como si hubieran cenado anoche con él. Es más triste la decepción que la soledad, así que debo decir que no ha sido en absoluto un placer conocerlos. También he encontrado personas interesantes en estos círculos, pero me han parecido demasiado pocas. Los mundos "siniestros" y "satánicos" no seleccionan por sí mismos un tipo de individuos determinado, sino que están completamente abiertos a gentes atraídas por las más inimaginables razones a esta opción del mercado de las apariencias.

Me he preguntado qué es lo que me suele chirriar en estos encuentros con aquellos cuya apariencia indicaría que me son afines. Después de mucho meditarlo —sin prisas modernas— he llegado a la siguiente conclusión: En demasiados "siniestros" veo que siguen reinando ufanos los dos enemigos más contumaces y obesos que he tenido hasta ahora: el Ego y Dios.


Los egos "siniestros"

Hay una gran confusión en los ambientes del sendero de la mano izquierda, y en el satanismo moderno en especial, a la hora de caracterizar cuál es la dimensión personal que se enfrentaría a la moral del rebaño. El ego no es la identidad profunda y auténtica de cada persona, sino una mera construcción social, una inestable imagen pública de uno mismo, basada una vez más en las apariencias y atiborrada de las modas sobre el éxito personal de una época y un lugar determinados. La auténtica identidad no cesa de mutar y de desear, mientras el ego necesita creerse firme e inmóvil, eternamente igual a sí mismo. Por esto se llevan tan mal.

En la identidad profunda habita lo que Crowley llamaba la Auténtica Voluntad, esa fuerza que, cuando despierta, consigue poner "la inercia del universo a su favor". Pero la voluntad superficial del ego es simple hedonismo, complacencia en la posesión circunstancial de cosas, dependencia de los cánones de prestigio de una sociedad determinada, mera impaciencia por la satisfacción de los caprichos del momento.

He visto demasiados satanistas no venerándose a sí mismos, sino venerando su ego. Para ellos el satanismo es sólo una cómoda ideología de la desculpabilización, una bula que les exime de la penitencia por los pecados aprendidos. Apenas una coartada para permitirse sin remordimientos sus cochinadas pequeñoburguesas. El satanismo les sirve para no tener que respetar, para no tener que preguntar antes, para poder arrebatar, arramblar, confundiendo la grosería con una ética liberada de los barrotes morales. Al final el satanista del ego, como ese tío que todas las familias tienen, es un pintas.

Y por supuesto un engreído. En los círculos con las apariencias apropiadas, un "maestro". Creo firmemente que hay más maestros en los ambientes siniestros que en toda la Federación Internacional de Sindicatos de Enseñanza. Los discordianos empiezan por el grado de papa, parece que los "siniestros" por el de maestro. Cuántos mohínes de condescendencia ante los "no iniciados", cuánta muletilla de "todo esto es mucho más complicado", cuánta displicencia desde los profundos "secretos" que no se pueden revelar. Y cuánta amenaza velada de terribles hechizos, siempre destructivos como corresponde a un ego inseguro que sospecha risitas por todas partes. En fin, cuánto fanfarrón de negro.


Los dioses "siniestros"

Creo que el lazo más fuerte que me une a Satán, lo que propició nuestro flechazo, es el odio común a todo tipo de versiones y variantes de la idea de Dios. Da igual que en el altar haya sólo uno, o varios en fila, o incluso unos dentro de otros como en las muñecas rusas. Que se representen por símbolos geométricos, o con figuras de hombres, o de animales, o de todos juntos. "Dioses" quiere decir voluntades por encima de uno mismo, leyes que no se pueden discutir, límites que no se permite explorar. Ese invisible Dios que nunca responde supone además una imagen del ser humano y de su vida como algo miserable, minúsculo, siempre necesitado. Toda creencia en dioses precisa autohumillación.

Convertir a Satán —a Set, a Lilith, a Lucifer, dependiendo de las preferencias "siniestras"— en un dios es seguir creyendo en Dios. Quitarse el cristianismo y a su lamentable dios Jesusito mediante el método de abrazar un nuevo dios, aunque sea superinfernal y tal, es hacer como esa gente que en la primera mitad del siglo XX se desenganchaba de la morfina con heroína. Los satanistas occidentales que "adoran a Satán" están reeditando así, aunque ellos no lo admitan, el único dios que realmente conocen, la figura de Dios por excelencia que les han enseñado desde pequeños: el Dios judeocristiano. Por esto algunos incluso llaman "padre" a Satán, recogiendo literalmente uno de los atributos divinos centrales de la Biblia. ¿De dónde procede esta preferencia por caracterizar la relación con el Demonio como de tipo padre-hijo? Aunque el padre en este caso pueda imaginarse más divertido, un auténtico papi-diablo, la elección tiene la marca inconfundible del mito autoritario bíblico, que imagina a una humanidad infantilizada constantemente amonestada por su progenitor. Estoy seguro de que un satanista educado en el budismo no sentirá la necesidad de llamar "padre" al Demonio.

Así que mi insatisfacción con una gran cantidad de "siniestros" y "satánicos" fue que yo buscaba la compañía de espíritus audaces y rebeldes, para intercambiar experiencias de luchas, y me topé con engreídos rezando.



Miguel AlgOl



1 comentario:

Shaagar dijo...

Magistral, en todos los parrafos. Gracias